En su artículo de La Crónica, Granados, que fuera gobernador de Aguascalientes y vocero de la Presidencia de la República en el sexenio de Carlos Salinas de Gortari, pone a la reportera argentina como lazo de cochino, y de paso también a Jorge Ramos, el prologuista del escandaloso libro.
Dice así:
Marta Sahagún (MS) ha sido la primera dama más controvertida y protagónica de que se tenga memoria en México. Por esa razón, sus dichos y hechos han estado permanentemente bajo la lupa y circulan sobre ella y su entorno cercano todo tipo de informaciones, chismes, rumores, versiones, verdades a medias y mentiras a medias.
Como suele ocurrir en este país, no será sino hasta que su esposo deje la Presidencia de la República cuando el verdadero papel que ha jugado estos años será conocido y objeto de un escrutinio riguroso y, predeciblemente, salvaje.
Pero una cosa es que, como ha ocurrido, los medios informen acerca de su polémico comportamiento y otra, muy distinta, que se quiera vender como periodismo veraz y profesional lo que en realidad es un conjunto de párrafos ramplones, mentirosos, equívocos y de una subjetividad exasperante, como los contenidos en las primeras cien páginas del libro Crónicas malditas de un México desolado (2005) de Olga Wornat (OW).
El trabajo de Wornat es cursi, superficial, inexacto y, peor aún, sin ninguna compasión por la buena redacción. Pero ha tenido el mérito de, al acaparar un importante nivel de atención pública, hacer evidente la tremenda crisis intelectual por la que pasa el país.
Que un texto escandaloso y malo como el de esta reportera provoque tanto morbo y, en cambio, los asuntos de fondo del país o del mundo pasen casi inadvertidos y se reporten pésimamente en muchos medios, indica que los nuevos paladines de la libertad de expresión en México podrán ser, según presumen, muy críticos, independientes y plurales, pero también muy poco profesionales, escasamente rigurosos y nada sofisticados. El libro no es, en el fondo, sobre Marta Sahagún ni sobre el resto de los personajes incluidos, sino sobre la propia Olga Wornat.
Desde la portada, en donde aparece una señora en los tardíos años sesenta, cuidadosamente arreglada e irreconocible en comparación con otras fotos que de la autora se han publicado, subyace en Wornat y en su prologuista —un reportero que fracasó en los años ochenta en los medios mexicanos y emigró a las ligas menores del periodismo hispano en Estados Unidos— un espíritu megalómano enfermizo.
Dice Wornat, por ejemplo: “Los periodistas que metemos nuestra nariz más allá de las fronteras permitidas estamos expuestos a que la basura ajena nos caiga encima y traten de contaminarnos o eliminarnos” (p. 18); por si no fuera poco con esa declaración de heroísmo, Jorge Ramos añade en el prólogo, con modestia franciscana: “No hay rey (o reina) que resista la mirada de Olga. (…) Nuestra arma son las preguntas… Y con una pregunta certera podemos, sin exagerar, tumbar a un gobernante, a un arzobispo, a un empresario, a un juez, a un militar… de cualquier parte del mundo” (pp. 11 y 13).
Por supuesto, no se conoce a casi nadie que haya sido derribado por Wornat ni, mucho menos, por Ramos. Pero si tal es el punto de partida, se comprende que el texto sea un continuo alegato, digno de psicoanálisis, por el que Wornat se intenta convencer a sí misma de que ha recibido la misión de exorcizar a México de la malignidad que representa la primera dama, y pretende hacerlo descorriendo el velo que ciega a los mexicanos respecto de las mil y una “revelaciones”, “secretos” y “andanzas” de la gente del poder. Aquí es donde el texto resulta abominable.
A pesar de la basura que constituye el libro "Crónicas malditas", continúa siendo inspiración de caricaturistas como Omar, que publica el cartón de la derecha en La Jornada. En el dibujo la gallina pregunta: No habrás dejado alguna pista ¿verdad? Y el pollito responde: Sólo la pista de aterrizaje, mami.
Y sigue Otto Granados:
Como diría, Jack el Destripador, vayamos por partes. Wornat hace una serie de afirmaciones que es casi imposible que a ella o a cualquiera de sus presuntas “fuentes” le conste. Dichos de Marta Sahagún (“gastemos que el pueblo paga”), el vestuario que llevaba en cierta reunión privada, las peticiones que le hace al Presidente (“Vicente, ¿por qué no me regalas este rancho para mi cumpleaños?”), la forma como se sienta o se para, o numerosos relatos que parecen realmente inverosímiles o, al menos, que difícilmente la periodista podría haber tenido testimonio directo o indirecto de ellos. Lo peor del caso es que como en ninguna de las páginas se cita una sola fuente creíble, una evidencia documental, una explicación coherente o un fundamento sólido de lo que Wornat señala, el resultado parece ser, inevitablemente, un conjunto de mentiras o, al menos, de afirmaciones que la autora no prueba en lo absoluto; en su descargo, la periodista dice que recogió una gran cantidad de información de personas que no quisieron ser citadas y cuyos nombres, si existen, ella mantiene en el anonimato, como lo hace todo periodista.
Pero esta es una de las falacias menos sostenibles ya en el periodismo moderno, porque introduce serias dudas respecto de la credibilidad y tiende un manto de sospecha sobre si los dichos aludidos son reales o son una invención del autor para envolver sus fobias personales con el disfraz de “fuentes anónimas”.
A estas alturas, hay una extensa literatura, estatutos de redacción y prácticas editoriales que prevén los casos, las formas, las hipótesis y las situaciones concretas en que los periodistas y escritores deben citar esas fuentes en beneficio de ellos mismos, pero sobre todo de la veracidad y del respeto al lector. Es válido usar ese tipo de fuentes, pero no lo es, en absoluto, construir toda una historia sólo a partir de ellas. Wornat no reunió ninguna de estas condiciones mínimas de profesionalismo y cualquier escuela seria de periodismo la habría reprobado.
El segundo problema que tiene el texto es que despide un tufo enfermizo de la animadversión que Wornat siente por Sahagún.
Si bien ella tiene todo el derecho del mundo a odiar a quien le venga en gana y con independencia de lo que otros observadores opinen sobre la primera dama, no es admisible, al menos sólo por razones de elegancia, la verborrea de adjetivos y calificativos con que la periodista martiriza al lector, párrafo tras párrafo. Algunos botones de muestra: según OW, MS es “fémina de armas tomar” (¿cuál no?), “pueblerina ingenua”, “émula devaluada de Lucrecia Borgia”, “pantera de la política”, “diminuta émula de Eva Perón” (seguro la original era muy alta o escultural), “pragmática con medalla de oro en alpinismo social” y, como si Wornat se proyectara a sí misma, “visceralmente demagoga”.
Esto habría sido lo novedoso: saber de dónde le viene tanto rencor a Wornat. La tercera deficiencia es que se trata de un libro realmente descuidado y peor escrito. Bien porque a la autora no se le dan las reglas básicas de la gramática y la sintaxis o bien porque el original no pasó por un corrector editorial, el texto está plagado de errores elementales. Confunde nombres, hace citas incorrectas, ignora un inglés básico. Ejemplos: escribe “Pankosky” en lugar de Pankowsky, “hight” en vez de “high”, “Hermenegildo Zegna” donde va Ermenegildo, “MacBeth” y no Macbeth, “Anabel Fernández” por Anabel Hernández, “Au Pieu” en vez de Au Pied, “Payton” por Peyton, “Grace Mitaliuis” en lugar de Metalious, “Phillip Stara” donde debe decir Philippe Starck.
En fin, como se dice en el argot de las redacciones: un verdadero maquinazo. Se trata, en suma, de un ejemplo notable del tipo de periodismo que jamás debería hacerse y de una muestra reveladora de la megalomanía demencial que, en estos tiempos de confusión intelectual, ha invadido a ciertos periodistas mexicanos o que trabajan en México.
Aunque su libro es, sin duda, uno de los peores en los últimos años, el caso de Olga Wornat no es, desde luego, el único; basta ver algunos reporteros y columnistas para percatarse de que no pocos medios están llenos de especies similares. Cuanta razón tenía Karl Kraus: “No tener una sola idea y poder expresarla: eso hace al periodista”.
Es curioso, pero justo después de colocar este artículo de Otto Granados, me encuentro con que el mismo término "canalla", lo utiliza la modelo Inés Sastre (en la foto a la izquierda), para describir un tipo de periodismo sensacionalista.
Dice la guapa cuando le preguntan sobre los ingleses en la revista española Epoca:
-Me encanta el sentido del humor y odio la prensa sensacionalista, que ya no es prensa rosa, sino algo espeluznante, canalla, se atreve con todo, cuenta mil datos falsos y no consideran que detrás de cada persona hay un corazoncito. Estoy en un proceso judicial contra el Daily Mail en este momento.
Y es que desde el Daily Mirror o The sun pasando por el Evening Standard, casi todos los periódicos ingleses machacaron y deformaron el romance que sólo duró dos meses entre Inés Sastre y el golfista multimillonario Colin Montgomerie el pasado mes de diciembre. Con pésimo gusto, el Daily Mail se atrevió a llamar cazafortunas a la modelo.
Aquí está la entrevista