El cambio mexicano se alimenta de los pobres resultados de su democracia, el pobre desempeño de su economía y de la incandescente irritación pública contra una clase política cuya corrupción corre pareja con su insensibilidad a los agravios que siembra.
El meollo del asunto
La revuelta mexicana no tiene los tintes racistas, antimigratorios, de la oleada mundial. Tampoco está montada en sentimientos xenófobos, el ascenso de una derecha religiosa intolerante y activa o de una izquierda delirante, digamos castrochavista.
Los revulsivos de la oleada mexicana son la corrupción, la impunidad y el hartazgo antisistema: rechazo a los gobiernos, a los partidos, a las instituciones y sus frutos.
No aparece aún la queja del edén perdido, y la promesa de recuperarlo, como en el discurso de Trump sobre la grandeza de Estados Unidos.
Por lo pronto, la tentación mexicana solo es dar un salto fuera de las reglas del juego, probar una promesa de cambio antisistema.
La revuelta mexicana no tiene los tintes racistas, antimigratorios, de la oleada mundial. Tampoco está montada en sentimientos xenófobos, el ascenso de una derecha religiosa intolerante y activa o de una izquierda delirante, digamos castrochavista.
Los revulsivos de la oleada mexicana son la corrupción, la impunidad y el hartazgo antisistema: rechazo a los gobiernos, a los partidos, a las instituciones y sus frutos.
No aparece aún la queja del edén perdido, y la promesa de recuperarlo, como en el discurso de Trump sobre la grandeza de Estados Unidos.
Por lo pronto, la tentación mexicana solo es dar un salto fuera de las reglas del juego, probar una promesa de cambio antisistema.
Aquí la columna
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